Estoy orgullosa de ser culé. El 17 de mayo del 2006 será un día que no olvidaré. Disfruté de uno de los momentos más emocionantes de mi vida como aficionada al fútbol. Después de catorce años de espera, mi equipo -no soy la dueña, pero lo vivo como si lo fuera-, el Fútbol Club Barcelona, ganó la Liga de Campeones, proclamándose el mejor equipo de Europa. No es moco de pavo, oiga, se lo aseguro.
Apenas recuerdo la tan recordada final de Wembley de 1992 en la que el Barça venció in extremis gracias al agraciado tiro del héroe Koeman. De aquello, casi ni noción. Tristemente, recuerdo mejor -para vergüenza de mi memoria balompédica- el humillante ‘mazazo’ del 4 a 0 que nos infligió aquel Milán en la Atenas de 1994. Y nada más en Europa. Les confieso que, pese a mis infructuosos intentos, el miércoles no logré reprimir una -sólo una- lagrimita de satisfacción, de alegría. Sé que esta vivencia mía se repitió en muchos otros lugares de España. Pero, con mesura. Después, nada más: a cenar y a la cama.
Como culé feliz, entiendo la algarabía de aquella noche y de las posteriores. Pero hubo, desgraciadamente, muchos que robaron el lustre a Eto’o, Rijkaard y los miles de aficionados cabales que habían soñado con la victoria. Fueron aquellos descerebrados que se liaron a golpes con los escaparates y los comercios de las Ramblas barcelonesas y arremetieron con todo lo que había a su paso. Mi educación me obliga a omitir vocablos malsonantes al respecto, pero los opino, no crea. Eran vergonzosas las imágenes de los noticiarios que ilustraban hasta dónde alcanza la insensatez, la barbarie y la estupidez humana. Es que claro, ¿qué mejor forma hay de celebrar un éxito deportivo que romper cientos de lunas y de farolas? Prefiero autocensurar mi opinión de nuevo.
Una cosa sí le digo. Vibré con la fiesta del fútbol de aquel día. Pero también me avergoncé de ser culé, sólo por el hecho de compartir algo con aquellos desgraciados.