Para los que aún no tenemos descendencia, septiembre también es un mes de cuesta. Arriba. Y este año, con la historia del IVA, más. Así que algunos intentamos apretarnos aún más un cinturón al que no le quedan agujeros, y seguimos obviando caprichos y gastos más o menos superfluos.
En mi caso particular, he cambiado de compañía telefónica. Me he decantado por una empresa española, virtual, barata y poco amiga de promociones trampa (ya les contaré), pero lo que me ha convencido es que sólo pagaré lo que gaste, lo que necesite. Ni más ni menos. Ese afán de ahorro no es sólo mío. Es de muchos. Pero si nosotros, los contribuyentes, procuramos ahorrar estirando al máximo nuestros cada vez más exiguos sueldos, ¿por qué el Estado no hace lo mismo?
Les pongo un ejemplo. Si usted va al médico por alguna dolencia y requiere medicación, el facultativo le recetará medicinas. Sean antibióticos, analgésicos o antiinflamatorios (genéricos o de marcas), le prescribirá una caja llena de pastillas. Da igual que necesite dos días de tratamiento que diez: la caja es siempre igual de grande. ¿Tan difícil es meter mano aquí?
Dispensar el número de pastillas necesarias (y no más) tendría dos ventajas: la primera, que usted ahorraría porque sólo pagaría las pastillas que requiere; y la segunda, que evitaríamos la errónea y tan extendida costumbre de la automedicación (porque no habría medicamentos sobrantes en los hogares). Así lograríamos ahorrar nosotros, ahorrar en gasto farmacéutico y ahorrar en atención médica posterior a una automedicación equivocada.
Vaya, que es como cambiar de compañía de teléfono: una mínima molestia inicial para gastar sólo lo que se necesita. Sin dolores. Ni de cabeza, ni de bolsillo.