Les voy a contar un secreto. Durante este 2012 he realizado un descubrimiento tremendo. Patidifusa me hallo aún, pues no soy capaz de articular pensamiento sin que se me pase la misma idea por mi aturullada cabeza. Y es que cuesta desprenderse de esas cosas que desde muy niña le meten a una en la cabeza, eso que algunos llaman aún valores y que más que valores son tesoros por lo poco que se prodigan en las personas que nos rodean.
No acabo yo de encontrar sentido a aquellas palabras que ya han perdido casi su significado por lo difícil que resulta encontrarlas a nuestro alrededor. Respeto, educación, sinceridad, honradez (esta última llevo lustros sin paladearla), rectitud, pero sobre todo conciencia, que engloba esto y más. Son casi sensaciones prácticamente extintas en el espectro público, pero también, lo que es más lamentable, del privado, de ese que esconde trapos sucios y purulentos prestos para salir y dañar indiscriminadamente.
Por eso, este año prefiero quedarme sin escribir carta a los Reyes Magos. Porque la petición ya la he hecho. No quiero regalos, ni cosas. Lo que más deseo este año nuevo es conciencia. De la buena, de esa que te martillea el cerebro cuando has cometido un error, de esa que no se amilana ante una lágrima vacua de sentido, de esa que te permite pasear con el bolsillo vacío pero con la cabeza alta, de esa que no desaparece tras una hipócrita visita a la iglesia, de esa que permite dejar el orgullo en la caja de la que nunca debió salir, de esa que te deja dormir a pierna suelta y de un tirón, de esa que me inculcaron mis padres. Los dos. Con tesón. Para todos aquellos que la han perdido. O se la han dejado olvidada en algún rincón oscuro. O la han vendido al mejor postor.
* Esta columna salió publicada el pasado miércoles 2 de enero en Diario LA RIOJA. Tiene una dedicatoria especial: para Eliseo y Concha.