Hay un pequeño recinto en el que cambiamos. Nos transformamos. Es como una catarsis. Nuestro humor se agria por un mínimo contacto con este habitáculo al que llamamos vulgarmente coche.
El automóvil tiene la ‘bendita’ virtud de amargar al más optimisma y de arrancar blasfemias hasta al más beato. Y es que en la conducción se dan cita elementos que convierten el placer de conducir en una pesadilla. Están los condicionantes externos, tanto geográficos -las dichosas obras-, como humanos -la ingente cantidad de cafres al volante-. El ‘tesoro’ que los alcaldes españoles -sin diferencias de color político- se afanan en buscar, curiosamente en los meses previos a las elecciones municipales, provoca muchos ataques de ansiedad. Luego están los cafres. Porque no tienen otro nombre. No me malinterpreten: no todos nos convertimos en el doctor Jekyll cuando conducimos. Hay quien emplea los intermitentes al circular por una rotonda o quien no tarda tres minutos en arrancar cuando el semáforo se pone en verde. Son rara avis, pero existen: yo los he visto.
Pero es que, claro, también están los elementos internos. Uno es el estado del vehículo. Si el trasto que usamos como utilitario -bonita palabra- renquea con un traqueteo extraño, pues uno ya no se siente con las mismas ganas de insultar al vecino de calzada. O si el carburador no marcha como debe, uno ya no puede despotricar con el ruido del coche de delante. También influye el estado del conductor -anímico digo, no mecánico-. Un momento especial es, por ejemplo, coger el coche cuando nuestro equipo de fútbol ha perdido o cuando acaba de llegar la factura del móvil. Una delicia para los nervios.
Son momentos únicos, personales, entre uno y su coche -o trasto, en su defecto-. Y es que a veces conducir es cien veces mejor que una sesión de terapia anxiolítica o una jornada de pilates. La relajación está garantizada, eso sí, cuando nos bajamos del auto.