Soy hija de la democracia, jamás viví en mis carnes el acoso a la libertad de la dictadura. Para mí, la libertad de expresión es natural, no lo he visto nunca como un derecho adquirido sino como uno consustancial a la persona. Pero los últimos tiempos me hacen dudar.
Porque no comprendo (perdonen mi incapacidad) qué mecanismos tiene el ciudadano de expresarse cuando considera que algo no es justo. Se supone que cada cuatro años el ciudadano tiene la opción de decidir lo que quiere para su ciudad, su región y su país. Dejando aparte la calidad de nuestro sistema democrático (cuyo análisis daría para tres o cuatro periódicos enteros), es tremendo que el ciudadano sólo tenga esta opción cada cuatro años para manifestar su opinión.
Está visto que molesta que se alce la voz para protestar. Es lo que está pasando con los escraches. Si bien no defiendo ni justifico que se acose a nadie para exponer un argumento, lo que tampoco es de recibo es que se equipare a los defensores de los desahuciados con los proetarras. El acoso es reprobable, e incluso punible, pero la comparación es intolerable. No vale que se recurra a una banda de asesinos de los que todos hemos sido víctimas para arrebatar la razón a un grupo de ciudadanos cabreados con el sistema. Más que nada porque, mientras tanto, escrachadores y escrachados se quedan de nuevo en la anécdota y no solucionan el problema de fondo, que es muy grave.
Si la posición que queda es atribuir a los escrachadores la condición de filoetarras o fascistas e impedir que un pleno municipal sea público para evitar protestas incómodas, es que este país va aún peor de lo que nos creíamos. Porque restringen el derecho al pataleo a la tertulia tabernaria, y eso trae reminiscencias de regímenes inquietantes.