Se va el caimán, se va el caimán, se va por la barranquilla… No soy capaz de eliminar de mi cabeza el soniquete de esta canción. Empiezo a sentirme huérfana porque nos quedamos sin un caimán que nos ha entretenido durante tres largos y divertidos años, que nos ha dado carrete conversacional para dar y regalar.
Y va él ahora y, sin miramientos, se marcha (o le marchan), que su trabajo este año ha sido un fracaso completo y que no continúa en su puesto el año que viene.
Y es algo por lo que no perdonaré jamás a Mourinho. No tiene que ver con los líos que se ha traído con Casillas (comodín intocable) o con el resto de la plantilla. No está relacionado con las insinuaciones que el portugués lanzó sobre una posible conspiración tramposa del Barcelona para arrebatarle algún título. En absoluto me refiero a las pullas que le espeta sin cesar al seleccionador que nos ha dado un Mundial y una Eurocopa. Ni tampoco con los ataques indiscriminados que han sufrido los compañeros de la prensa que han sido críticos con su trabajo al frente del Real Madrid.
Lo que no seré jamás capaz de perdonarle es que se marcha y nos deja huérfanos de polémicas y sobre todo de evasión. Digo bien, evasión, porque este insigne luso ha solventado infinitas charlas de bar, conversaciones de ascensor, coloquios de sobremesa y paliques de trasnoche. Ha dado tanto de qué hablar y de tan alta pasión que en muchos momentos nos ha quitado la crisis de la boca para zurrarle a él con alevosía.
Así que si se da el piro, lo único que puede hacer para que le perdonemos es que con él se lleve la crisis lejos de aquí. Que al menos, ya que se lleva nuestra cháchara se lleve también nuestro sufrimiento.