De momento, sigo en el grupo de los cada vez más escasos privilegiados que tienen un sitio al que ir cada día durante ocho horas para llegar cansado a casa pero con el deber cumplido. Confío en que a final de mes me resarzan de ese esfuerzo con la nómina. Por eso, no estoy en condiciones de entender el sufrimiento que padecen los que queriendo trabajar no pueden. Aunque tienen todo mi respaldo.
Lo que sí comprendo –por conocimiento bien cercano– es a esa casta (heroica) laboral que pese a que madrugan cada día para ir al trabajo, y se desfondan para sacar adelante proyectos que luego no franquearán las puertas de la empresa, y llegan reventados a su hogar, cuando llega el final del mes, su cuenta bancaria no varía. Se queda igual. O peor aún, se reduce por una hipoteca que no perdona, unos recibos que no se retrasan jamás o unos gastos que son irremediablemente irreducibles.
Ante eso, poco más que el pataleo. Lo sé. Las excusas de un jefe mal pagador apenas alivian un segundo, aunque sean ciertas, aunque los bancos sigan (realmente) sin facilitar crédito, aunque las administraciones sigan sin pagar las facturas… Da igual, la frustración es lo que queda.
La frustración, y una rabia que se desata furibunda cuando además de ser cornudo te apalean. Porque es muy duro trabajar sin cobrar, pero la cara de imbécil es mayúscula cuando el banco que sostiene tu frugal vida te cobra gastos en la cuenta corriente porque no ha recibido su porción mensual. No porque hayas dejado de pagar, sino porque ellos no han recibido el suculento bocado de tu nómina. En plata, te cobran gastos porque no cobras. ¿Es concebible semejante paradoja? Mejor dicho, ¿es concebible semejante indecencia? Por desgracia, sí, a diario.