Somos unos exagerados. Preferimos pecar de exceso que de defecto. Nos encanta tener un asunto del que preocuparnos, sea cual sea, nos afecte o no. Eso da igual. El caso es tener un indicio de que algo puede ir mal, así tengo algo por lo que agobiarme. Por si acaso. Es una deformación de la Ley de Murphy. Estoy segura.
Hay unos meses en el año en los que invariablemente las temperaturas se elevan porque el Sol está más cerca. Se llama verano y hace calor. Pues bien, nos encanta decir que hay una… (¡tiemblen!) ‘ola de caloooorr’. Y no es exclusivo del estío. ¿Que en invierno las temperaturas no alcanzan los 5 grados (algo inexplicable, por supuesto)? Pues asumimos, con expresión condescendiente: «Es que hay temporal de frío». Y yo que creo que sería más preocupante que en diciembre la temperatura media fuera de 30 grados y en agosto de bajo cero… Seré rara.
Otro ejemplo, lo relacionado con la salud. Cada equis tiempo, las autoridades sanitarias lanzan una alerta apocalíptica. Léase: prohibido comer vaca, pollo, cerdo, precocinados… o te mueres. El asunto es aleatorio. El caso es acongojar -por no decir otra cosa- a la clientela. El tema da mucho juego, más que nada porque permite al correspondiente ministro protagonizar durante un tiempo los titulares de este país. Para pitorreo del personal, claro. Aún me acuerdo cuando los informáticos nos dijeron: «Habrás preparado el ordenador para el efecto 2000, ¿no?». Tú, con cara de pasa, murmurabas un no apenas audible. Y él te decía: «Buff, pues yo me olvidaría». Resignada, pensabas en la Nochevieja de 1999 que si el trasto pasaba a mejor vida, te daría la excusa perfecta para renovarlo. Ni por ésas.
Así que después de variadas experiencias, una se pregunta para qué tanto acojono si cuando ocurre algo realmente grave no nos enteramos porque las autoridades se refugian en que mejor no decir nada para no causar el pánico en la población. Cualquiera pensaría que les hacemos caso.