Aún se me saltan las lágrimas de la risa. De verdad, hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Estoy hasta pensando en cambiar de nacionalidad. Porque todos los expertos dicen que la risa es sana y que soltar carcajadas de vez en cuando suele ser síntoma de buena salud. Así que me planteo seriamente cogerme un avión y plantarme en Venezuela. Porque allí tienen que estar ‘jartaos’ de reír. No me digan, si no, qué otra cosa pueden hacer cuando oyen a su presidente abrir la boca.
Recuerdo cuando el difunto Chávez arengaba a las masas a través de su propio programa de televisión y se metía con los yanquis sin rubor, ya fuera porque los americanos habían comprado armas a su rival industrial o porque le habían inoculado el ¡virus! del cáncer. O el que fuera. Pero la utopía, que un iluminado superara a Chávez en divertidas ocurrencias, se ha hecho realidad.
Con Nicolás Maduro no sólo tenemos un líder político (que también). No, el locuaz bigotudo se ha destapado como un genio de la comedia. Y así, nos hace carcajear con el ‘pajarito’ en el que se encarnó el «Comandante Chávez» tras su óbito. O nos alumbra con unas tronchantes imágenes del mismo revolucionario Chávez estampadas en las paredes del metro donde trabajaban unos operarios.
O, como ahora, nos adelanta por decreto un mes y medio la Navidad. Y digo yo, que puestos a alargar estas fiestas familiares, Maduro debería haber impuesto su duración como perpetua. Que todos los días sean Navidad, las fiestas del amor y de la paz. Más que por otra cosa, porque es lo único que les va a quedar a los venezolanos cuando este señor se decida a dirigir el país y dejarse de chistes. Eso y un páramo. Para llorar, ¿de risa?