Aunque pocos, todavían quedan algunos gestos que nos reconcilian con la raza humana. Otras nos distancian de forma, a veces, irreversible. Ayer volvió a ser uno de esos días raros. De esos que es mejor quedarse con lo positivo, porque lo negativo tiene tan mal cariz que amenaza con tragarse lo bueno y contaminarlo todo sin remedio.
Emociona volver a oír los testimonios de quienes vivieron en primera persona el peor atentado de la historia de España. Vuelven a saltar las lágrimas porque la herida estará abierta de por vida. Llega al alma ver que por fin las asociaciones de víctimas se han zafado de intereses políticos dispares para unirse ante una desgracia que nos sacudió hace diez años.
A la par, resulta ignominioso, ofensivo, repulsivo y todos los adjetivos negativos que acudan a la mente ver cómo todavía hay quien no es capaz de dejar a un lado –repito, tras diez años– las teorías conspiranoicas que hicieron tambalearse la conciencia social de los españoles. Más allá de los réditos electorales y políticos que muchos intentaron llevarse a costa de la sangre de 191 muertos y casi dos mil heridos, lo más doloroso de todo es que la ponzoña de la duda se inmiscuyó en los corazones de mucha gente. Se buscó la división de una forma torticera e interesada. Y se logró.
Aún hoy asistimos a nuevas elucubraciones sobre quién ordenó el ataque, quién trapicheó con los explosivos y quién hizo omisión de sus funciones. Es algo que sólo puede pasar aquí. Si el 11-S movilizó a los Estados Unidos de una forma conjunta y el 15-J hizo lo propio con los británicos, el 11-M logró lo contrario en España. Y esa herida seguimos intentando sanarla. Con más o menos éxito.