Cuatro semanas. Treinta días exactamente. Un mes clavado ha transcurrido desde que más de doscientas niñas nigerianas fueran secuestradas por un grupúsculo islamista. Eso sí, el eco decente en los medios del primer mundo ha llegado como siempre con retraso. Demasiado.
Hasta el punto llega la cosa que, en su día, cuando sucedió el espantoso secuestro masivo y lo oí en una emisora nacional de radio, pensé que se trataba de algún error porque porque no volví a escuchar mención alguna al respecto hasta la semana pasada, cuando la mujer de Obama hizo público su disgusto por lo acontecido.
Siempre ha ocurrido que los asuntos que afectaban a países con pocos recursos o con nulo interés económico para el mal llamado primer mundo quedaran al margen de las escaletas de los telediarios, que apenas recibieran un breve en los periódicos y que la sociedad mirara para otro lado en un sonrojante ejercicio de desidia.
Ha ocurrido demasiadas veces. En demasiados sitios. Nadie se escandalizó cuando hace un año varias jóvenes indias fueron el blanco del odio machista al ser violadas en repetidas ocasiones. En decenas de países, las niñas y las mujeres sufren los abusos permanentes de la dominación masculina sin que nadie diga una sola palabra. Porque no importan.
Y ahora, cuando se conoce que los secuestradores proceden del fanatismo islamista, entonces sí. Es ahora cuando nos lanzamos todos a lamentarnos porque el sistema occidental está en peligro, porque no se puede tolerar la impunidad con la que actúan estos salvajes religiosos. Sigue sin importar que las niñas hayan sido secuestradas, lo que es reseñable es que las ha secuestrado un grupo terrorista islamista. Es la vergüenza ‘primermundista’.