El inconformismo es inherente al ser humano. Nada nos parece bien: si se privatiza un servicio para presuntamente mejorarlo, mal; si se nacionaliza un banco o una empresa para que sus acreedores y/o clientes no se vayan a la ruina, mal; si creamos una entidad mixta para qué sé yo, mal también.

Ese inconformismo, demasiado habitual, me ha terminado de dar al ojo con la oleada de reacciones, críticas por supuesto, a la última ocurrencia de Esperanza Aguirre acerca de la excelencia de la educación. Según la presidenta de Madrid, sería conveniente que los chavales que mejores notas saquen y que lo deseen, puedan acceder a una educación aún mejor, que potencie sus valías y prepare sus aptitudes para el futuro.

Visto el panorama laboral actual, con millones de licenciados y diplomados en el paro, con decenas de miles de estudiantes con un porvenir negro azabache, deberíamos todos afrontar de una vez la necesidad de formar -que no educar, eso para casa- a nuestros jóvenes de una manera integral, pero sobre todo de calidad.

Muchos igual desconocen que en el actual sistema educativo, los que no son capaces (o no quieren) tiene la oportunidad de acabar la Educación Obligatoria gracias a programas específicos en los que se insiste en unos mínimos, muy por debajo de la enseñanza estándar. Eso no preocupa ni indigna, pero sí molesta que se quiera buscar un modelo de excelencia para los que quieran y puedan.

Quizás esté relacionado con ese afán tan en boga de la igualdad perpetua, sin peculiaridades personales, en la que es mejor una mediocridad de baja estofa para todos que una excelencia para los que lo merezcan y lo valgan. Pues, ya les digo: yo no me conformo.