Somos muy de extremos. O todo o nada. O blanco o negro. No tenemos término medio, los matices no van con nosotros, ni los grises ni las medias tintas.
Si la selección española cae eliminada en la primera fase del Mundial, no hay compasión que valga. Tras la debacle de la Roja la tendencia ha sido bipolar: de un lado, la crítica feroz con crueles –e injustos– disparos a todo y a todos; de otro, el agradecimiento infinito por lo logrado en los últimos seis años con elogios desmesurados y sin espacio para el debate razonado. Los que antes fueron héroes, casi dioses, ahora han caído del pedestal y se han convertido en villanos, casi demonios. O a la inversa.
Podría achacarse esta actitud al componente pasional del fútbol. Pero también se repite en muchos otros ámbitos. Como si alguna mano misteriosa obligara al posicionamiento inamovible de cada ciudadano sin que exista la posibilidad de equilibrar posturas.
Lo hemos visto también en la proclamación del Rey Felipe VI. O se es fervientemente monárquico o se es ardientemente republicano. No hay espacio para la duda razonable, no se puede ensalzar la institución monárquica y alabar el sistema republicano a la par. O una cosa o la otra.
¿Pues saben qué les digo? Que yo me rebelo. No me da la gana. Sentí hondamente la eliminación de España pero no por eso creo que haya que acribillar al equipo o al seleccionador, ni tampoco endiosarlos por los logros conseguidos. Creo en este equipo, en sus triunfos, en una renovación tranquila y en la crítica saludable. Y con el nuevo Rey, lo mismo. Aún no ha hecho méritos y tendrá que refrendar su posición con hechos. Si no lo consigue, la república puede ser una alternativa. Pero sin extremos, por cambiar.