Hay semanas en las que no es fácil confiar en el género humano. Una se nutre de noticias, informativos y demás contenido de actualidad y dan ganas de tirar la toalla. Se oyen continuos escándalos en los que la sinvergonzonería (que no la santificada picaresca), el descaro y el afán desmedido de enriquecimiento copan portadas de matinales y tertulias nocturnas. Y una tiene la sensación de que no cabe ni un ladrón más, de que no es posible mayor número de canallas por metro cuadrado, de que se ha llegado al máximo de golfos en este país. En ese momento, dan ganas de abrir las ventanas, coger un megáfono y gritar de desesperada indignación. Y si no se hace es por vergüenza, esa que deberían tener muchos y de la que carecen por completo.
Y cuando parece que el sistema va a estallar porque sólo aparecen más y más granujas, inesperadamente surge un soplo de esperanza. Y lo que se antojaba irremediable, ya no es tan terrible.
Porque, afortunadamente, queda mucha gente que es honesta, que trabaja honradamente y lucha con rectitud por salir adelante. Sin mentiras, sin trifulcas, sin trampas, sólo con trabajo. Es cierto que esas personas no salen nunca (ni saldrán) en la televisión ni en los periódicos, se diría que la razón responde a que no hacen más que lo que deben. Pero últimamente, eso es algo extraordinario.
Por eso, no viene mal de vez en cuando recordar a aquellos que tan sólo, sin más pero sin menos, se dedican a hacer lo que deben. Por la salud mental de toda la sociedad, que a veces necesita ejemplos edificantes y no gañanes que sólo observen su propio beneficio.