No he podido resistirme esta semana a contarles un episodio que me sucedió hace algunos días y que me dejó desconcertada, amén de indignada. Verán.
Me encontraba departiendo con unos amigos en una de las múltiples terrazas que pueblan nuestras calles. Imaginen las circunstancias: calorcito primaveral, una refrescante cerveza y buena conversación. Tan involucrada estaba en la cháchara que de repente me sobresaltó una presencia extraña a escasos diez centímetros de mi cuerpo. «Tranquila –me dijo mi acompañante–, que se le ha caído la cartera». Resoplé aliviada y proseguí con mi conversación sin más reparo. No dejaba de revolotear en mi cabeza la extrañeza de que la cartera se hubiera ido precisamente a precipitar justo debajo de mi silla. Pero no soy de naturaleza suspicaz y lo dejé correr.
Al rato, cuando me tocó apoquinar la siguiente ronda y eché mano al bolsillo, me percaté de que el billete que allí había depositado antes había volado. Literalmente. Y todo empezó a cuadrar. Mi cabeza empezó a dar vueltas e inmediatamente reparé en que la dueña de la cartera estaba tranquilamente repantingada en una de las mesas vecinas a la mía.
Le comenté a mi interlocutor si la había visto llegar y me confirmó que la susodicha llevaba un rato allí. Antes incluso que yo. Quedé impactada. Más allá del dinero, que afortunadamente no me falta (tampoco me sobra), me dejó atónita que dicha persona hubiera tenido los arrestos de dar un rodeo por toda la terraza para ir a lanzar su cartera debajo de mi silla, todo por arramplar ¡cinco cochinos euros!
Son detalles que hacen desesperar con el género humano. Menos mal que esa gentuza es minoría. O eso quiero creer.