No les voy a engañar. No me gusta hacer deporte. Sí, ya sé, es saludable, beneficioso y todo eso, pero no es lo mío. He probado prácticamente todo y he comprobado que me martiriza aquello que tiene que ver con el ejercicio. Sin embargo, no desisto. De veras que lo intento. Así que el año pasado, imbuida por el espíritu del deporte que embargó Logroño por aquello de ser nombrada Ciudad Europea del Deporte, me lancé a adquirir una bicicleta, convencida de que al menos, podría ir y volver al trabajo sobre dos ruedas. Menos es nada, me dije.

Me las prometía muy felices porque había leído que Logroño es la ciudad ideal para circular en bici: apenas tiene desniveles, el tráfico es relativamente amable y cuenta con una amplia red de carril bici. ¡Ja! ¡Y una porra! Lo único cierto es lo de los desniveles, que se ve desvirtuado por la ingente cantidad de baches con los que nos deleitan nuestras calzadas. Lo del tráfico amable es una utopía, tanto por parte de los coches como de los peatones. Los vehículos rara vez dejan el reglamentario espacio para circular y muchos peatones ven entretenido pasear por la extensísima (ironía on) red de carriles bici de nuestra ciudad. Eso, no por no hablar de los propios carriles bici, cuyo destino finaliza en demasiadas ocasiones en calles sin salida o incluso en contenedores (sutil sugerencia).

Mi consuelo es que los baches ejercerán como tratamiento anticelulítico de choque (y tanto), que vehículos y peatones despertarán mi adrenalina en el anhelo de mantener intacto el instinto de supervivencia y que los contenedores y calles sin salida remarcarán mi espíritu aventurero en el afán de descubrir nuevos rincones urbanos inexplorados. Va a resultar que al final eso del deporte sí que es beneficioso. Sic.