Últimamente me tiene alucinada el nivel de tontería que nos absorbe. El siglo XXI y sus nuevas tecnologías nos han trastornado la vida sin que hayamos sido capaces de poner freno a algunas necesidades que nos hemos autoimpuesto sin otro límite que el del sentido común. Que, por cierto, cada vez escasea más.
Hace quince años nadie (o quizás algún visionario) era capaz de anticipar la revolución que la tecnología móvil supondría para nuestras vidas. La popularización masiva del teléfono móvil (y sus subsiguientes aplicaciones, como Internet o las ‘apps’) suscitó que el ser humano tuviera la capacidad de hablar con quien quisiera desde donde fuera, lo cual fue muy positivo para, por ejemplo, ubicar a la gente perdida o acceder con prontitud a una emergencia. Pero, como todo, esas ventajas no esconden sus oscuridades. Y los móviles tienen una parte perversa que casi asusta. Así, hemos desterrado la puntualidad como costumbre de buena educación: es como si con un ‘guasap’, un ‘feisbuk’ o un ‘esemese’ nos dispensara de cumplir una palabra anteriormente dada.
Además, nos ha robado la capacidad de atención, pues el móvil nos ha convertido en autómatas que deambulan por la calle con la cabeza gacha para interactuar a través de una minipantalla táctil que nos soluciona todo tipo de inconvenientes salvo, eso sí, observar si el semáforo está en rojo o si surge una inopinada farola en medio de la acera.
Pero lo que más afectado se ha visto con los móviles es la buena educación. Quedan pocos ejemplares humanos que sean capaces de resistir el hipnotizante sonido del móvil durante una conversación o durante una sesión de cine o durante… ¡Ups! Les dejo, que me llaman al móvil.