Han pasado algunas primaveras desde que mi gran sentido de la oportunidad me forzara a independizarme justo, justo antes de que estallara la burbuja inmobiliaria. Mi exiguo presupuesto me obligaba a escoger entre una vieja y destrozada vivienda del centro y un nuevo minipiso de la periferia. Me decanté por lo segundo, segura de que las comodidades de un barrio recién urbanizado paliarían la ligera desventaja de su más o menos alejada ubicación.
Como sin ser millonario (o político corrupto) no se puede tener todo, me obstiné en los pros otorgando especial énfasis al ambiente tranquilo, que me depararía sin duda un estilo de vida reposado sin el contaminante tráfico ni el perpetuo machaque acústico del centro. Vamos, que casi me veía despertando cual la dulce Blancanieves de Disney. Y casi, casi.
Mis mañanas suelen comenzar con una larga retahíla de ladridos de los cinco o seis canes (al menos) que se reúnen para corretear y aliviarse en el jardín que hay bajo mi ventana. Eso, cuando no son los cortacéspedes municipales los que ¡con puntualidad británica! comienzan su jornada a primera hora. Es lo que tiene vivir en la periferia: que hay parques.
Tampoco puedo olvidar la habitual bronca matutina de mis vecinos o la diaria crisis nerviosa del bebé del piso de arriba. Es lo que tiene comprar un piso levantado durante la burbuja: que se oye hasta respirar.
A ello se suma la inclemente moda de estar en forma que, entre los multitudinarios paseos y las infinitas pruebas deportivas de cadasemana, convierte el supuestamente apacible barrio en un abarrotado centro de reunión.
Ojo, que a mí me parece perfecto que mi barrio rebose actividad. Pero yo busco algo más tranquilo. Como la Gran Vía o así.