Doy por hecho que a casi todo el mundo le apetecería residir en una gran mansión, con un vasto terreno que la circundase, con su gigantesca piscina y una horda de serviciales asistentes. O en el centro de la ciudad, en un dúplex enorme sin ruidos ni vecinos. Pero las estrecheces actuales sólo permiten que esas idílicas residencias emerjan en los sueños más coloristas (o en los ‘docurealities’ de despilfarro tan en boga). A día de hoy, casi todos disfrutamos de una presencia casi misteriosa, cuya conversación se limita a los ‘buenos días’ y ‘vaya frío, ¿eh?’. Son los vecinos.

Ya han desaparecido (al menos, en los casos que yo conozco) aquellos vecindarios en los que todos se conocían, se ayudaban y procuraban no fastidiarle el día al prójimo. Aquello es casi historia.

Ahora se estila más el ‘ajo y agua’. Conozco el caso de una familia que vive en un adosado. Allí, en su minijardín privado, sus empáticos vecinos han decidido que ellos también deben disfrutar de su mascota, eso sí, sólo de lo malo. Los ladridos a cualquier hora son una buena banda sonora, y los aromas de las deposiciones y orines se han convertido en el ambientador perfecto del jardín de la familia que conozco. No basta con que los dueños del perro gocen y asimilen sus malos hábitos; sus vecinos han de compartirlos (y sufrirlos) también.

Las respetuosas llamadas de atención por parte de los damnificados se han convertido en groseras respuestas y la solución es… cero. Ninguna. No se puede hacer nada. Excepto ignorar.

Es triste que hayamos llegado a un punto en el que los buenos vecinos no existan. Porque un buen vecino no es el que te deja sal cuando te falta; sino el que no te la quita. La sal o la tranquilidad. Como ustedes vean.

*Perdón por el retraso