Por fin han empezado los Juegos Olímpicos. Más allá de los triunfos, récords y posiciones en el medallero oficial, esta cita constituye una oportunidad apasionante para descubrir desconocidas disciplinas deportivas y otorgar presencia mediática a deportistas que, de otra forma, jamás contarían con un solo segundo de televisión.
Sin embargo, lo más reseñable de estos quince días de competición deportiva al más alto nivel no es el esfuerzo por superar las marcas establecidas ni el ímpetu de los grandes por acrecentar su leyenda. No, al menos, para mí.
En mi caso, no puedo evitar emocionarme con los relatos y las historias que acompañan a los triunfadores y, especialmente, a los que no logran entrar en la historia del olimpismo, esos que no pasan de la mera participación o asistencia en la cita olímpica.
Como la de esa nadadora siria que llegó a Lesbos de milagro y que estos días compite en el agua de la piscina por una medalla para el equipo de los refugiados. O ese matrimonio de judocas españoles que se clasificó para Río tras no conseguirlo en Londres y ha competido (y quedado eliminado) contra viento y marea, puñetazo incluido. O esas gimnastas veteranas que se resisten a decir adiós a la competición porque aún tienen mucho que decir sobre la pista. O ese joven francés que se hizo trizas la pierna en el potro y que apenas unos minutos tras la operación ya pensaba en su participación en Tokio. O ese nadador británico que logró escapar de la esclavitud del alcohol inspirado por los Juegos de Londres.
Son esos momentos los que convierten el espectáculo deportivo de los Juegos Olímpicos en un escaparate de la gran valía del ser humano. Sólo por eso, deberían celebrarse con más frecuencia.