Las encuestas, el CIS, el runrún de la calle llevan meses, pongamos años, diciéndole a la clase política que ya vale de desvergüenzas, que es hora de dar la cara y afrontar sin rubor los problemas que afectan a la gente. Pero que si quieres arroz… Así, entiendo que los ciudadanos alucinen con los comportamientos deshonrosos con los que algunos (reconozco que no todos, afortunadamente) dirigentes políticos nos deleitan demasiado a menudo. Pero bueno, nos vamos acostumbrando. Por desgracia.
A lo que no me acostumbro es a lo que ocurre en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, donde son tan puritanos y decentes, no hay mes que no surja un escándalo sexual o moral con el político de turno, ejemplificante de una recta ética que queda por los suelos por la aparición de determinadas imágenes comprometedoras o por la aparición de una amante sorpresa. Y estos americanos, que están locos como aquellos romanos de Obelix, van y dimiten. Así. Sin más.
Fíjense en lo que está sucediendo en Reino Unido con el escándalo de los pinchazos telefónicos del periódico ‘News of the world’. Parece que la porquería terminará afectando a altas instancias políticas y policiales británicas. Y casi antes de que se conozcan pequeños rasgos de la investigación, siquiera antes de que salgan a la luz los nombres de los imputados -que no condenados-, van estos ingleses y dimiten.
Casi como aquí donde toleramos trajes presidenciales sin pagar, altos cargos gubernamentales sospechosos de colaborar con terroristas, ciudades gobernadas por constructores corruptos… Pero aquí no dimiten, que eso queda feo. No acabo de distinguir quién anda más loco. Si el resto del mundo o nosotros.