Algún romántico dijo una vez que el amor es lo que mueve el mundo. No quisiera yo quitarle la razón, pero cada vez tengo más dudas. Me da a mí que aún mueve más espíritus el odio. Y en eso, pocos negarán que los españoles somos campeones mundiales.
Nos encanta el odio. Todo se atribuye al odio. O a su incitación. O a lo que se tercie. El caso es meterse en líos con asuntos que ni nos van ni nos vienen. La semana pasada un autobús que propugnaba una identidad sexual única y retrógada intentó recorrer Madrid. Se le prohibió bajo el argumento de que incitaba al odio.
El fin de semana el revuelo llegó con un programa de televisión en euskera en el que varios personajes supuestamente conocidos en el País Vasco se mofaban del estereotipo español con descalificaciones ridículas. Ya hay quien se plantea boicotear películas y denunciar dichos comentarios bajo el pretexto de que incitan al odio a lo español.
Casi a la par, uno de los impulsores y defensores del referéndum catalán del 9-N, Francesc Homs, en su juicio en el Supremo, alardeaba del poderío independentista e insinuaba que el supuesto odio opresor hacia lo catalán sucumbiría. El odio y hasta el sistema democrático español, osó vaticinar el pitoniso Homs.
Qué quieren que les diga. A mí todas estas manifestaciones que les he relatado y que se reiteran en muchos otros ámbitos (léase fútbol, negocios…) no son ejemplos de odio sino de intentos de ofensa. Ojo, digo intentos, ya que no ofende quien quiere sino quien puede. Y siento confesar que, al menos a mí, tan burdas provocaciones no me incitan al odio sino más bien a otra cosa: a la compasión ante la estupidez. ¡Pobres tontainas!