Imagine que usted tiene un empleo por el que, con un esfuerzo mínimo, ingresa al año cerca de treinta millones de euros: para que no tenga que usar la calculadora, supone un euro por segundo. Recree también en su mente que lleva al menos una década recogiendo semejante ‘nominón’. Salive soñando qué tipo de vivienda(s) puede usted sufragarse y extienda la ensoñación a garaje, armario, joyero, despensa, etc. Así, por el mero ejercicio de imaginar. Y ahora maquine para que nadie más que usted y solo usted (y sus allegados, claro) pueda beneficiarse de tan pingües ganancias. Aunque para ello deba acudir a técnicas de ingeniería fiscal que rozan la ilegalidad o que directamente la sobrepasan.
Es una situación que lleva años repitiéndose con numerosos deportistas (y otro largo elenco de adinerados profesionales). Muchos, futbolistas, son estrellas intocables tanto para sus equipos como para sus aficiones, pero se merecen sufrir una reprobación social de tal calibre que deberían verse obligados a disfrazarse para poder salir a la calle. Pero no, todo lo contrario.
Y eso que sus confesados fraudes fiscales damnifican a la sociedad por dos vertientes distintas: la de la falta de contribución al sostenimiento económico del Estado y la del mal ejemplo ofrecido, tanto por los culpables que defraudan como por las autoridades que les admiten pactos para evitar la cárcel.
Ayer fueron Cristiano Ronaldo y Xabi Alonso los que recorrieron el paseíllo hasta la puerta del juzgado en Madrid. Anteriormente ya han desfilado otros: Messi, Dani Alves, Di María… y un largo listado que no deja de crecer para incrementar la vergüenza. La de todos: los que lo hacen, los que lo permiten y los que seguimos tolerándolo.