Cuando nos lo proponemos somos de lo más cantamañanas. Disfrutamos de uno de los idiomas más bellos que existen, cuyos matices son peculiarmente evocadores. Pero nos empeñamos en cargárnoslo en cuanto tenemos ocasión. Todos, ya sean los académicos, los medios o los hablantes.
De repente, por moda, esnobismo o política (que es más grave), desaparecen tildes, surgen extranjerismos imposibles o nacen ciudades que antes tenían otros nombres. Por ejemplo, hemos de escribir los apellidos y nombres propios vascos, catalanes o gallegos tal y como se escriben en dichas lenguas. ¿Por qué? ¿Acaso somos todos vasco, catalano o gallegoparlantes?
Ojo, que a mí me parece perfecto que cada uno use y potencie la lengua que le dé la gana. Pero que no me obliguen a mí, por favor.
¿Alguien me explica por qué el duque de Palma ha perdido la tilde de su apellido? ¿Será que además de la vergüenza la imputación se ha llevado el acento? ¿O por qué rayos tengo que preguntar por Lleida u Ourense para llegar a Lérida u Orense de toda la vida? ¿O por qué oscuro motivo no es igual un José María nacido en Soria que un Josep Maria de Tarragona?
Y es que por la misma razón, deberíamos decir Nu York, Paguí o Doichland en lugar de Nueva York, París o Alemania. Comprendo que el idioma español está vivo y tiene que actualizarse o si no, morirá irremediablemente. Pero la actualización tiene que servir para enriquecerlo, no para confundir a los hablantes. Porque si ya es difícil saber de lo que hablamos, no pongamos más obstáculos (que no handicaps) para hacerlo, al menos correctamente. O intentarlo.