La Rioja tiene algo de mágico. Grial, leyendas, templarios, lignum crucis. El misterio artúrico también sobrevuela esta tierra, una tierra con mucha historia, que con sus escasos 323.000 habitantes y su limitación de recursos ve muy complicado poder investigar y poner en valor buena parte de su ilustre pasado. Hablamos de esa Rioja que, además de las indelebles señas de identidad acuñadas a lo largo de la Historia, desprende un halo de misterio y de leyenda que, si bien parece transportarnos a la Inglaterra del rey Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda, a la Champaña del escritor francés Chretien de Troyes o al Jerusalén del cruzado rey Balduino, también conserva sus reminiscencias en este pequeña región de 5.000 kilómetros cuadrados.
Hablo de Abalos, Alcanadre, Alesón, Carbonera, Hormilla, Nájera, Navarrete, San Vicente de la Sonsierra, Santo Domingo de la Calzada, Tirgo, Tricio, San Asensio, Villamediana de Iregua… Todas estas localidades, y algunas más, conservan reminiscencias templarias científicamente documentadas, por no hablar de municipios riojanos próximos al cañón soriano de Río Lobos -comarca griálica donde las haya- o de la propia Sierra de la Demanda. Hoy, sin embargo, hablaremos de una iglesia mágica, Santa María de la Piscina, que sirvió como relicario de la Cruz de Cristo, encontrada por un cruzado en Jerusalén, allá por el siglo XII, así como del monasterio najerino de Santa María la Real, fundado por el rey Don García.
El nacimiento de Santa María de la Piscina nos retrotrae al destierro de don Rodrigo Díaz de Vivar, por todos conocido como el Cid Campeador, cuando se adentró en el valle Ebro y atacó el frente militar del rey entre Haro y Logroño. El Cid arrebató el castillo de Haro al conde Diego López con el fin de preparar el gran asalto al castillo de Logroño, en el año 1092 gobernado por el conde García Ordóñez, alférez de Alfonso VI. El Campeador no pretendía combatir a monarca, aunque sí demostrarle cuan poderoso era el temple de su Tizona. Y es que siempre ha habido amores que matan.
Por aquel entonces, Ramiro Sánchez, primogénito del rey navarro Sancho García el de Peñalén -hijo del rey Don García de Nájera-, perdía su reino tras la muerte de su padre durante una sublevación navarra. El Cid, sin embargo, protegió a Ramiro y lo casó con su hija mayor Cristina, de cuyo matrimonio nació García Ramírez. Este monarca, conocido por los historiadores como El Restaurador, recuperaría el reino de Navarra para su estirpe.
Quizá por ello, los cruzados nobles a Tierra Santa, que tenían a Díaz de Vivar como héroe invencible, convencieron a su yerno Ramiro Sánchez para que tomara parte en la segunda expedición de la I Cruzada, que predicó el Papa Urbano II. En el año 1099, durante la toma de Jerusalén, asaltó el infante con su mesnada la zona de la muralla donde hoy todavía está adosada a la Piscina Probática de Salomón, donde encontró un trozo de la Vera Cruz
De regreso a la Península Ibérica, hizo testamento el infante Don Ramiro, una de cuyas copias en latín se conserva en el Archivo Histórico Nacional, procedente de Santa María la Real de Nájera. Era en el mentado testamento en el que dejó a su hijo mayor, García Ramírez, el Reino de Navarra, así como el encargo de levantar una iglesia que protegiera el lignum crucis. Así reza la voluntad del monarca: «Que este templo tome la forma de la Piscina Probática, teniendo por patrona a Santa María. En él serán expuestas las reliquias traídas de Jerusalén y, en especial, el trozo que pertenece a la Santa Cruz». Así lo cumplen su hijo García Ramírez y el abad de Cardeña, Pedro Virila, quienes para el año 1136 lo habían construido.
El historiador Juan García Atienza defiende la tesis de que Santa María de la Piscina no es sino la reproducción de la Piscina Probática del Templo de Salomón, “donde los templarios hallaron el Grial y otras reliquias de conocimiento eterno”.
Esta piscina fue construida por el rey Salomón, cerca del Templo de Jerusalén, para que los sirvientes lavasen en ella los animales que se presentaban a los sacerdotes para ofrecerlas en sacrificio, según cuenta el Antiguo Testamento. Ya es tiempos de Cristo, el Evangelio de San Juan explica que, junto a la piscina, «yacía una gran muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que estaban esperando se moviese el agua; un ángel del Señor bajaba y quien al agua entraba quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese».
Hoy en día, el templo de Santa María de la Piscina sigue enclavada frente a la aldea de Peciña, término de San Vicente, protegida por la Sierra de Cantabria y encaramada sobre un gran roca, ubicación conforme a los cánones ortodoxos: puerta al mediodía y ábside mirando a Jerusalén. “En la portada luce su escudo de armas -correspondiente al siglo XVI- en el que destacan -según explica García Atienza- nueve flores de lis, cuatro cruces de los Ocho Beatitudes, que adoptaron los templarios como emblema y la vieira jacobea, la concha griálica que contiene el agua bautismal por la que se accede al conocimiento”.
Este grial, en forma de jarra, aparece también en el escudo de la cofradía de disciplinantes de la Vera Cruz -conocidos como los ‘picaos’ de San Vicente– y también como símbolo del monasterio de Santa María la Real de Nájera, fundado por el rey don García tras el milagro del halcón y la paloma y el hallazgo de la virgen y la jarra de azucenas.
Don García y el Santo Grial
Y si Santa María de la Piscina evoca connotaciones griálicas entre la devoción y la mitología, qué decir del monasterio de Santa María la Real, fundado por el rey Don García de Nájera allá por el siglo XI. Cuenta la leyenda que estando el monarca de caza, su halcón se adentró en una cueva mientras perseguía una paloma. El rey entró tras él en la cueva y allí descubrió una imagen de la Virgen iluminada por una lámpara y con una jarra de azucenas a sus pies, prodigio que le llevó a crear el monasterio, en el que se ubica la cueva con la imagen de la Virgen, la lámpara y la terraza o jarra. Esto también explica que fundara la primera orden de caballería hispana, conocida como la Orden de la Terraza o la Jarra, por el recipiente con azucenas que adornaba a la imagen.
Así, ordenó Don García labrar numerosos collares de finísimo oro y otras tantas jarras de azucenas del dorado metal pendientes de ellos. Luego hizo llamamiento de las personas de más calidad de sus reinos y, habiendo ordenado que se juntasen a 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, en la iglesia de Santa María la Real, después de celebrada la misa, para que esta divisa e insignia fuese tenida en más estima, el mismo monarca se colocó el primer collar y jarra de azucenas de él pendiente, y luego lo dio a sus cinco hijos, que fueron los dos Sanchos, que le sucedieron en el reino; el infante Don Ramiro, señor de Calahorra, de Torrecilla de Cameros y de Ribafrecha y sus villas; el infante Don Fernando, señor de Jubera y Lagunilla: y el infante Don Ramón, señor de Murillo y Agoncillo.
La leyenda najerina del halcón y la paloma guarda enormes paralelismos con otras historias de carácter griálico y artúrico que se recuerdan en toda la geografía europea. La mayoría de ellas, independientemente de detalles circunstanciales, concluyen con el hallazgo de una imagen religiosa y, en muchas ocasiones, de cierta jarra, cáliz o recipiente ligado al grial. Incluso la creación de una divisa u orden -la Orden de la Terraza fue la fundada por el rey najerino- semeja a otras órdenes medievales parecidas a los Templarios.
El grial, reliquia paradigmática de cuantas se relacionan con el hijo de Dios, es la copa con la que -según las fuentes evangélicas y las tradicionales- Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía durante la última cena. El rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda buscaron con denuedo el Santo Grial -palabra que deriva de la Sangre Real que Jesús derramó en el cáliz- y son varias las ciudades que aseguran poseerlo.
En España, la tradición más acendrada sitúa el grial en manos de San Lorenzo, diácono de Roma, quien, antes de sufrir martirio en la parrilla, ordenó enviarlo a su Huesca natal. Ya en la Península, peregrinó por el reino aragonés -incluido San Juan de la Peña- hasta llegar a Valencia, en cuya catedral se encuentra hoy en día.