Cuando hace ahora 200 años los diputados reunidos en Cádiz aprobaron la Constitución Española de 1812 tenían un objetivo común: enterrar el Antiguo Régimen. Era la primera Carta Magna que se sustentaba en los pilares de la democracia moderna y un texto tan avanzado, que sirvió de modelo a otras constituciones europeas y americanas.
Finiquitada la guerra contra el francés, el regreso al trono de Fernando VII -quizá el monarca más nefasto de toda la Historia de España- cercenó de raíz las ansias de libertad de un pueblo que había luchado tanto por la independencia como por la soberanía nacional. Sólo el Trienio Liberal supuso un fugaz soplo de aire fresco durante el mandato del “rey felón”, cuya muerte desembocó en la I Guerra Civil (Guerra Carlista) que convulsionó España.
El siglo XIX avanzó dando tumbos constitucionales -la Carta Magna de 1837 supuso una apuesta incontestable en favor de la modernidad-, ya que el Antiguo Régimen se resistía a fenecer, como ya había ocurrido en el resto de las naciones del mundo civilizado. La Restauración impulsada por Sagasta y Cánovas alumbró un régimen posibilista y moderno que, por desgracia, se fue desintegrando hasta que Primo de Rivera impuso la “Dictablanda”.
Tras la Guerra Civil de 1936, la tercera en apenas 100 años, el Franquismo retomó las señas de identidad del Antiguo Régimen: los Reyes Católicos, el emperador Carlos I, el Águila Imperial… borrando de raíz cualquier vestigio del doceañismo gaditano.
Cuando el régimen totalitario del caudillo -¿o era autoritario?- llegó a su fin, el espíritu de Cádiz preñó la Constitución de 1978, contestada -eso sí- por ciertos nostálgicos que, por desgracia, últimamente florecen como setas.