David Silva remata de cabeza un impecable centro de Cesc. El guardameta italiano Buffon ni la huele. Quiero gritar ¡gooooool!, ¡gooooool!, pero no me sale. Y es que son las cuatro de la madrugada hora de Tokio.

He puesto el despertador para poder ver la final de la Eurocopa, mientras mi mujer y mi hija, con más sentido común, duermen en la habitación de un hotel del bullicioso barrio de Shinjuku. Salgo sin hacer ruido y llego en ascensor al vestíbulo, que lo mismo sirve de teleclub que de cafetería. No hay nadie. El televisor, apagado; las calles, semivacías; el recepcionista, desaparecido. Faltan dos minutos para que comience el España-Italia y nada se mueve. Desesperado, entro en la oficina como un pulpo en una cacharrería saltándome el letrero de ‘staff only’. Un adormilado botones abre los ojos, como si hubiera visto un fantasma. “Yes, sir”, balbucea. Me acomodo en un mullido tresillo frente a la tele de plasma; el partido ya va por el minuto cuatro. Los locutores nipones declaman sin gracia los nombres de los jugadores españoles, pero como el rondo de La Roja es continuo pronto me acostumbro al monótono soniquete.

Todo va como el pasodoble: golazo de Silva, san Iker se aparece a sus apóstoles, Iniesta y Cesc percuten como martillos, Jordi Alba hace el segundo… y yo, mudo. Emocionado, feliz, exultante, pero mudo al fin y al cabo. Mediada la segunda parte, un japonés se me acerca, sigiloso, observa el juego y algo comenta en idioma nipón. Le sonrío, pero cuando voy a decirle ‘good morning’ su mujer le reclama en recepción. El hombre inclina la cabeza y se despide: “Arigato” (Gracias). Y así, mientras Torres y Mata rematan la faena, me siento como Bill Murray en ‘Lost in Translation’ antes de que aparezca Scarlett Johansson.