El escritor mexicano Doménico Cieri Estrada da en el clavo cuando afirma que «el tiempo es como el viento, arrastra lo liviano y deja lo que pesa». Diez años han transcurrido ya desde que el escultor riojano Miguel Ángel Sáinz abandonara este mundo atribulado y canalla. Nacido en Aldeanueva de Ebro (1955), fue Miguel Ángel un tipo inquieto. Se licenció en Bellas Artes en la Facultad de Madrid –con el número uno de su promoción–, amplió sus estudios de imagen en la Facultad de Ciencias de la Información y de Teología en el Seminario Conciliar de Logroño, rodó varios cortos de cine, ejerció como profesor de dibujo y pintura, y no se cerró a casi ninguna disciplina artística: pintura, escultura, vidriería, talla, grabado, diseño arquitectónico y mobiliario, ensayo cinematográfico… En la escultura, sin embargo, encontró su pasión más elevada.
El compromiso con la tierra que le vio nacer y con sus frutos quedó plasmado para siempre en las figuras que Miguel Ángel modeló sobre el mundo de la vid y el vino; el amor por sus gentes impregnó los metales que dan forma a ‘Los Picuezos’ de Autol, a ‘La Convención’ de Santa Coloma o al ‘Monumento a la Libertad’ de Calahorra; la acendrada fe que siempre le acompañó puede contemplarse en iglesias, plazas o cementerios a través de santos y vírgenes, de milagros y pasajes de la Biblia, y su querencia hacia la mitología trasciende en ‘Ganímedes’, en ‘Perséfone’, o en ‘Dionisio y Ariadna’.
Más de un centenar de obras repartidas por La Rioja, por Aragón, por Cataluña, por Madrid, por Navarra, por Canarias, por Extremadura, por Castilla… testifican que, aunque Miguel Ángel se marchó el 18 de octubre del 2002, su obra y su recuerdo le mantienen más vivo que nunca.