A Vicente del Bosque lo echaron del Real Madrid, hace ya de esto casi una década, porque sus métodos se habían quedado obsoletos, al igual que su inglés. En realidad, a Del Bosque le dieron el finiquito porque el traje no le sentaba bien. De nada sirvió que, en apenas cuatro años, hubiera conquistado dos ligas y dos copas de Europa.
Pero como el tiempo suele dejar a cada cual en su sitio, el actual seleccionador español de fútbol –campeón de Europa y del Mundo con La Roja– ha terminando siendo elegido mejor entrenador del planeta. Y ha sido en Zúrich, durante la gala del Balón de Oro, donde Del Bosque ha dejado para los anales de la cordura y del sentido común, esta brillante reflexión: «Todos los que estamos en el fútbol y sentimos fascinación por él queremos ganar, pero estamos obligados a defender el fútbol, cuidarlo y mimarlo, trasladar la mejor ética y conducta personal».
La cuestión es ganar, sí. Pero… ¿a cualquier precio? Bien mirado –parafraseando a Jesulín de Ubrique–, la vida es como el fútbol: apasiona, fascina, acarrea éxitos, proporciona revolcones y, también, lacerantes fracasos.
Sin embargo, en este momento de la historia del ser humano en el que «todo vale» para alcanzar lo más alto de la cúspide, en el que la mentira se vende como palabra de ley y la moneda de curso legal no es sino el insulto, la estupidez y la impostura, bueno sería tomar nota de las palabras del buen marqués de Del Bosque.
Porque él mismo representa la prueba evidente de que con trabajo, paciencia, bonhomía, tolerancia y grandes dosis de educación se consigue tanto o más que con insultos, falsedades, histrionismos o mala leche.