Afirmaba el sociólogo francés Gustave Le Bon que «cuando se exagera un sentimiento, desaparece la facultad de razonar». Se trata, sin duda, de un axioma que bien puede aplicarse a diferentes aspectos de la vida misma, desde los más nimios hasta los más trascendentes.
Y es que muchas veces los sentimientos suelen rebasar, para bien o para mal, los límites del intelecto, generando con ello desequilibrios que, una vez desbordados, son difíciles de reconducir. Ocurre cuando la afición futbolística -o deportiva en general- degenera en hooliganismo, cuando la fidelidad a un programa político se transforma en sectarismo, cuando el fervor religioso deriva en fundamentalismo o cuando el amor a una patria, a un himno, a una bandera acaba en nacionalismo excluyente.
Durante estos últimos días de descanso en Cataluña –perdón, Catalunya– he constatado lo que llevo observando desde hace ya más de una década: el seny (sentido común) es cada vez un bien más escaso en una tierra que, históricamente, ha estado a la vanguardia del país. Ese sentimiento exacerbado contra todo lo que huela a español, sin duda está devorando a un pueblo que no necesita de salvapatrias para estar «por encima de la media».
Cierto es que ‘almas caritativas’, que afirman estar defendiendo la unidad de España, azuzan a los catalanes con soflamas centrípetas de inspiración filofranquista. En realidad, ambos nacionalismos exaltados –el periférico y el centralista– se retroalimentan porque, en realidad, son lo mismo.
Es evidente, volviendo a los sentimientos, que a nadie se le puede obligar a que se sienta español, catalán o liliputiense; sin embargo, en estos tiempos de crisis económica, en los que el fanatismo saber pescar en río revuelto de miseria y necesidad, tan sólo el seny, el sentido común, tiene cierta capacidad de frenar la sinrazón de la intolerancia.