Bien puede derogar España la Carta Magna de 1978 y que las Cortes Generales pacten otra nueva; reformar el Código Penal y endurecerlo hasta el infinito e, incluso, legislar en materia de transparencia y financiación de partidos y sindicatos, bajo la supervisión de la ONU o del Tribunal Internacional de La Haya.
No importa. Todo da igual.
Proclamaba Sófocles que «un Estado donde queden impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina por hundirse en el abismo». Y aunque han pasado nada menos que veinticinco siglos desde el gran poeta griego inmortalizara ‘Antígona’ o ‘Edipo rey’, sus palabras no pueden tener más vigencia.
La impunidad, esta falta de castigo penal o moral que parapeta a la casta política española, desemboca en un desbarajuste de los poderes del Estado –¡si Montesquieu levantara la cabeza!– en el que todo vale.
¿Cómo pueden pedir nuestros gobernantes lealtad fiscal al ciudadano si algunos de ellos cobraban sobresueldos que no declaraban a Hacienda, y, para más inri, no se les imputa ni crimen ni castigo porque el chanchullo –llamémoslo así– ha prescrito? ¿Qué nación mínimamente seria –con una escrupulosa división de poderes y un ápice de moralidad y cultura democrática– permitiría episodios como los de Camps, Gürtel, Fabra, Nóos, Barberá, Amy Martin, Pujol, Blanco, Pretoria, Matas, ERE, Millet, Bárcenas, Malaya…?
Mientras la impunidad de las clases dirigentes se mantenga como axioma inalienable de la democracia española y los cargos públicos no asuman sus errores y desmanes desde el punto de vista político –a no ser que un juez les condene–, la tan cacareada Marca España estará herida de muerte, tanto dentro como fuera del país. La impunidad, a la larga, es más peligrosa que la prima de riesgo.