En el Logroño de la posguerra, incluso en décadas anteriores, se comentaba jocosamente que la calle Gallarza era la más larga del mundo, pues comenzaba en Puerto Rico y terminaba en la Gran Ciudad de Londres. Y es que, pese a sus escasos 120 metros de largo, arrancaba en el restaurante Puerto Rico –en la esquina en que después abriría el bar Tívoli– y tenía su fin en el comercio textil fundado por Antonio Garrigosa en 1903 y en el que trabajó durante años como dependiente el padre de san Josemaría Escrivá de Balaguer.
La calle Eduardo González Garllarza, dedicada al pionero de la aviación y militar logroñés, sirvió durante décadas como antesala de la Laurel aunque, en realidad, ambas calles formaban una simbiosis indisoluble. Entre los 70 y los 90, el Tívoli era cita obligada antes de que las cuadrillas se adentraran en la ‘Senda de los Elefantes’.
En la esquina con Bretón de los Herreros, había abierto sus puertas el restaurante Puerto Rico, que junto al bar El Chaval y El Carabanchel, hacían de la calle una zona de asueto y diversión. Ya en los años 50, el Puerto Rico dejó de servir comidas y se convirtió en el café Tívoli, que sirvió su última consumición, décadas más tarde, el 5 de noviembre de 1999. «Yo nací en Logroño, el 24 de agosto de 1904 en la calle Bretón de los Herreros, esquina a la calle González Gallarza en el piso primero encima de lo que actualmente es el bar Tívoli», escribió en los albores de los años 80 el eminente oftalmólogo Ramón Castroviejo.
El gran mercado persa
En el Tívoli se apreciaba, de forma empírica, cómo podía influir el paso de las horas en el devenir de la clientela, sin que ni la decoración ni el mostrador cambiara de aspecto: carteles de pelota y de toros, algún póster futbolístico, cuatro banderillas de bonito con cebolla y un cruasán semiseco. De madrugada, sin que el alba hubiera despuntado aún, el bar era cita obligada de quienes llevaban sus productos a la Plaza de Abastos: cafés, carajillos, solysombras y hasta cazalla.
A lo largo de la mañana, vermú incluido, su barra y sus mesas se convertían en un gran mercado persa. Allí se negociaba todo; se compraban y vendían rebaños, viñas, majuelos y hasta voluntades; se acordaban fianzas, se prestaba dinero, se zanjaban enfados. Bajo techo o en la terraza, se propalaban rumores de todo pelo –algunos, incluso de cama–, se discutía de fútbol, de toros, de pelota y, a raíz de la Transición, hasta de política. Desde que el Tívoli cerró, la zona ya no fue lo mismo.