Mucha culpa de que España haya ido siempre a remolque de la modernidad, de la vanguardia, de la prosperidad no es otra que la falta de civismo de sus ciudadanos o, lo que es igual, la falta de respeto por la ley y por sus semejantes. Esta rémora, que mirada con trazo grueso puede parecer baladí, en realidad ha desencadenado secularmente un proyecto de país alicorto de miras, donde la chapuza es la reina del mambo y la corrupción campa a sus anchas sin que a nadie parezca importarle un pimiento.

Sin embargo, otra asquerosa lacra está comenzando a superar, como mal endémico y principal, a la ausencia de civismo; y, lo peor de todo, es que está siendo protagonizada por la clase política: me refiero a la mentira.

En la Europa democrática –y los ejemplos surgen a diario–, la tolerancia frente a la corrupción es mínima: El presidente de Alemania dimitió por admitir favores por valor de apenas unos pocos euros y el ministro de Defensa del mismo país también dejó el cargo por plagiar parte de su tesis doctoral, décadas atrás.

En España, incluso, hubo un tiempo, pasada la Transición, en el que si a un político se le pillaba con las manos en la masa, incluso hasta dimitía, si bien es cierto que, para escurrir el bulto, otros mandamases se ampararon en el oscurantismo y el estraperlo que emanaban del Régimen, cuya sombra –¡40 años después!– todavía sigue siendo alargada.

Es posible que los billetes de 500 euros sobresalgan de los sobres, que los ‘jaguar’ pasen por los garajes que sin que nadie los vea, que el dinero del paro sirva para comprar coca. Es igual. Se miente y punto. Sin rubor ni vergüenza. ¡Qué más da! Si la Justicia se hace la ciega o la sorda, para algo están los indultos. Un paradigma, en definitiva, que se resume en «todo es mentira, salvo alguna cosa».