Al principio, Obama lo tuvo fácil. Llegó a una Casa Blanca devastada por la pésima gestión de su antecesor, George W. Bush, quizás uno de los más nefastos presidentes en la historia de los Estados Unidos. Atrás quedaban la segunda guerra de Irak, el conflicto de Afganistán, la crisis económica que brotó de las ‘hipotecas basura’, la execrable prisión de Guantánamo…
Pero, a medida que avanzaba el mandato de Barack Obama, muchas de sus promesas –implícitas y explícitas–, muchas de las expectativas, creadas bajo el aura de un político rompedor, comenzaron a diluirse. Desde que el antiguo senador por Illinois aposentara sus reales en el despacho oval, a finales del 2008, la violencia no ha cesado en la yihad afgana, la violencia sectaria se ha multiplicado en Irak, la herrumbre se apodera de los grilletes de Guantánamo y Oriente Medio está más incendiado que nunca…
En el haber de Obama, sin duda, pesan las medidas que andamiaron la salida de la recesión de su país, una política social más justa que la que proponen los republicanos y un talante internacional menos prepotente del que le gustaría al Tea Party. Este talante, sin embargo, no impidió la ejecución sin juicio previo de Osama Bin Laden en Abbottabad (Pakistán, 2011) ni su respaldo sin fisuras a la matanza de civiles que el Ejército israelí perpetra en Gaza.
Cuando el Comité Noruego concedió al presidente norteamericano el Premio Nobel de la Paz 2009, no sólo le regaló un caramelo envenenado sino que, además, le hizo un flaco favor.
Días atrás, Obama defendió sin ambages el «derecho de Israel a defenderse», ante la ofensiva terrestre lanzada por Netanyahu contra Gaza. A día de hoy, la cifra de muertos palestinos roza los 1.500. ¿Cuántos cadáveres más necesita Obama para frenar la masacre por las buenas o por las malas?