En la película Padre Padrone (1977), Paolo y Vittorio Taviani plasman en celuloide la novela autobiográfica de Gavino Ledda, un pastor analfabeto de Cerdeña, que hasta los veinte años estuvo aislado de la sociedad, casi mudo, al cargo del rebaño familiar, y que llegaría a ser uno de los profesores de lingüística más reputados de Italia. En Padre, Padrone, l’educazione di un pastore (1975), Ledda narra su aventura vital desmenuzando aquellas palabras que marcaron su niñez y adolescencia, aquellos vocablos que, atendiendo a su raíz, significado o derivación, estaban preñados de simbolismo y en absoluto eran inocentes.
Impacta sobremanera la concatenación de expresiones que los hermanos Taviani ilustran con maestría cinematográfica, como la que da nombre al libro y a la película: «Padre-Patrón-Patrono-Padre nuestro-Patriarca-Padrino», sin olvidar la retahíla que al protagonista y autor le sugiere el concepto de patria y honor: «Bandera-Banda-Bandido».
La sonrojante batalla de banderas, disputada el día de la Merced en el balcón municipal de Barcelona –ciudad en la que, por cierto, disfruté de Padre Padrone días después de su estreno–, vuelve a poner en evidencia la supremacía de los símbolos –sean cuales sean– sobre la realidad tangible y cruel. No importa que migrantes y refugiados mueran de hambre o colgados de una alambrada ni que los gobiernos mientan y roben a espuertas sin rubor ni castigo ni que continúen en la calle quienes, con sus deleznables tejemanejes, están asesinando el futuro. Sólo importan dos trozos de tela y un himno.
Como decía Voltaire, «lo maravilloso de la guerra es que cada jefe de asesinos hace bendecir sus banderas e invoca solemnemente a Dios antes de lanzarse a exterminar a su prójimo».