La recién celebrada Fiesta Nacional –que cuando yo era crío se denominaba día del Pilar o de la Hispanidad– ha dejado un poso de orgullo y hastío entre la mayoría de los españoles. Muchos han vibrado con los desfiles castrenses, el ondear de la bandera, los espectáculos de luz y sonido, los golpes patrióticos en el pecho o las portadas de ciertos periódicos. Otros tantos, por contra, optaron por disfrutar junto a familiares o amigos de una jornada de asueto e, incluso, los hay que se han quedado «en la cama igual porque la música militar nunca les supo levantar», como cantó George Brassens en ‘La mala reputación’.
Hay quien siente verdadera envidia de que cada 14 de julio los franceses entonen con fervor ‘La Marsellesa’ o de que los británicos agiten sus ‘Union Flag’ de bolsillo cuando la reina-queen abandona Westminster y se pasea por Londres en su Bentley State acorazado. Pero quizás no sean conscientes de que, pese a la cercanía, las historias de Francia o Reino Unido poco tienen que ver con la de España.
Mientras en los siglos XIX y XX –por no remontarnos más atrás– ambos países disfrutaban de unos regímenes basados en los pilares de la democracia, sufrían sus traumáticas pero enriquecedoras revoluciones industriales y luchaban por su soberanía contra un enemigo común en dos guerras mundiales, la Península Ibérica se había enzarzado en cuatro guerras civiles –las tres carlistas del siglo XIX y la Guerra Civil de 1936–, todas ellas contiendas fratricidas entre el Antiguo Régimen y la modernidad.
Porque detrás de sus símbolos, los ciudadanos de los países con acendrada pátina democrática celebran, cuando flamean sus enseñas, el respeto por la división de poderes, el Estado del bienestar, la lucha constante por la igualdad, la tolerancia hacia las ideas ajenas y el espíritu de acogida.
Y, creo yo, en España todavía estamos un poco lejos.