Cuando se cumplen ahora 800 años de la muerte del eminente galeno Diego de Villar, uno no tiene por menos que acordarse de ciertos personajes irrelevantes o funestos que desdoran el callejero logroñés, mientras que otros con muchos más méritos continúan sin el reconocimiento que merecen en su tierra. Es el caso de este riojano nacido en Villar de Torre (1160), que aprendió el arte de la sanación en los hospitales que jalonaban el Camino de Santiago, sobre todo en los de San Millán de la Cogolla y Santa María la Real de Nájera.

Hijo de una familia acomodada que había ocupado puestos de relieve en la corte najerina, Diego de Villar profundizó en sus estudios médicos en la ciudad de Toledo, centro del saber cristiano, árabe y judío, donde pudo practicar atrevidas operaciones quirúrgicas –cuasi prohibidas por aquellas épocas de la Edad Media–, al tiempo que se empapaba de otras ciencias como la botánica o la alquimia.

Ejerció este ilustre riojalteño el cargo de médico de cámara de Alfonso VIII –«con casa, mesa y sueldo real», según documentos firmados por el propio monarca–, de su hija la reina Berenguela y del futuro Fernando III El Santo cuando éste aún era un niño; curó también a nobles y príncipes, entre ellos al emir moro de Sevilla y a Diego López de Haro, quinto señor de Vizcaya, merino mayor de Castilla y mano derecha del rey en la batalla de las Navas de Tolosa.

Si bien la historiografía tradicional siempre ha señalado que Diego de Villar murió en al año 1215 y recibió sepultura bajo las losas de una ermita extramuros de Toledo, un documento del propio rey Fernando III, fechado en 1222, le concede ciertas prebendas en el valle del río Cárdenas, lo que sin duda pone en cuarentena dicha tesis.