Así define el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española el término ‘genocidio’: «Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad».
Eso es, exactamente, lo que ocurrió hace ocho décadas en la entonces provincia de Logroño durante los tres años que duró la Guerra Civil. Porque, en La Rioja –recordémoslo–, las acciones militares apenas duraron 80 horas y las más de dos mil personas que murieron, en realidad fueron asesinadas por su ideología política. Genocidio puro y duro, similar al perpetrado por los nazis alemanes, los ustachas croatas o los serbios de Bosnia.
Ahora, coincidiendo con la fecha del 85 aniversario de la II República y con la inauguración del mapa elaborado por los presos republicanos, el cementerio civil de La Barranca ha sufrido un bárbaro ataque por parte de una gavilla de malnacidos infectados de intolerancia. El ultraje sufrido por los cientos de seres humanos allí enterrados y por sus familias es extensible a todos aquellos que, casi un siglo después, siguen inhumados en cunetas y fosas comunes para desazón de sus seres queridos.
Si las fuerzas del orden deben poner todo su empeño en la persecución de delitos como el enaltecimiento del terrorismo –sea del signo que sea–, tanto o más deben hacer contra esta apología del genocidio consumada en La Barranca, sustentada además en esvásticas, cruces gamadas y otros signos nazis que nos retrotraen a la época reciente más oscura del Viejo Continente.
No vive precisamente Europa sus mejores momentos, en lo que a xenofobia e intolerancia se refiere, por lo que las autoridades están obligadas a atajar, sin dilaciones ni excusas, cualquier brote extremista como el acontecido.