Hace varios meses que comenzó a inquietarme una de las farolas que ilumina –por decir algo– mi itinerario de regreso a casa. Cuando salía de mi trabajo, ya de madrugada, caminaba entre penumbras por la única acera de la calle de la Vía, tratando de sortear los pivotes metálicos allí colocados por el Ayuntamiento para que ningún vehículo pueda aparcar a dos ruedas.
Una noche, al pasar junto a una de las farolas de brazo adosadas al grupo de viviendas Virgen de la Esperanza, su luz dejó de iluminar. No le di importancia al principio, acostumbrado al tenebrismo cotidiano, pero el prodigio se manifestaba madrugada tras madrugada. Llegar a la altura de la maldita luminaria y perder ésta su fulgor era todo uno. Mientras ascendía la rampa que desemboca en República Argentina, observaba de reojo por si la bombilla seguía apagada y, ante mi asombro, la claridad regresaba en todo su esplendor. Llegó a tal punto mi mosqueo que pensé en poner en conocimiento de Iker Jiménez y su ‘Cuarto Milenio’ un fenómeno tan paranormal… hasta que en uno de estos paseos me detuve durante unos minutos.
Comprobé entonces que la lámpara no lanzaba ningún mensaje encriptado, sino que la bombilla se encendía y se apagaba a ritmo de avería. Simplemente.
El pasado lunes, viendo que la farola había dejado de parpadear, supuse que los técnicos municipales habían reparado la instalación. «Por fin», pensé. Sin embargo, al llegar a República Argentina lo comprendí. Todas las luces del barrio refulgían como el sol, hasta aquella lámpara de la calle Najerilla, que parecía condenada a las tinieblas del averno.
Y es que volvemos a estar en campaña electoral, y eso se nota en la iluminación, en la limpieza y hasta en la amabilidad de los políticos, aunque sean locales.
PD. Dos semanas después, la farola ha vuelto a fallar. Por el momento, el resto de la luminaria del barrio sigue fiel a los principios fundamentales de la propaganda electoral, pero la lámpara de marras ha salido rebelde.