Es agosto. Hace un sol de justicia. Recorremos La Rioja mi familia y yo para enseñarles a unos amigos catalanes la belleza de nuestros paisajes, las joyas de nuestro patrimonio y los vestigios que jalonan nuestro pasado, en una región tan pequeña en tamaño como enorme en historia, arte y naturaleza. Acabamos de almorzar en Ezcaray, disfrutando tranquilamente de su gastronomía y, tras el café, partimos rumbo a San Millán de la Cogolla.
Por la mañana, hemos visitado Nájera, Cañas y Santo Domingo de la Calzada. De camino, les explicamos a nuestros amigos el valor que atesora el monasterio emilianense, cuna del castellano y Patrimonio de la Humanidad, e, incluso, esbozamos –sin desvelar mucho más–, la singularidad del cenobio de Suso, el de arriba, y la de Yuso, el de abajo. Llegamos a las seis menos veinte de la tarde.
Cuando nos disponemos a adquirir las entradas, nos avisan en la ventanilla de que la última visita es a las 18.30 horas, y que ya sólo nos da tiempo de ver uno de los dos monasterios.
–¡Pero si no son ni las seis! –Replico, todavía alucinado.
Al final, decidimos subir a Suso y esperar a que nuestros amigos vuelvan otro año para completar el recorrido.
¿Cómo es posible que en verano, cuando el sol sigue luciendo con fuerza hasta las nueve de la tarde, el mascarón de proa del turismo riojano eche la persiana tan pronto? ¿Quién puede plantearse pernoctar o, incluso, quedarse a cenar allí?
Cotejando horarios veraniegos de otros monumentos españoles, llegué a la conclusión de que, en efecto, San Millán cerraba a la hora de las gallinas: San Lorenzo de El Escorial (20 horas), Leyre (19.30 horas), Yuste (20 horas), San Juan de la Peña (20 horas), Museo de La Rioja (21 horas)…
Y otra más.