Asco. «Me llamo Jurdan Martitegi Lizaso. Soy militante de ETA y me siento muy orgulloso de serlo. Hago mías todas las acciones político-militares que ETA ha realizado en medio siglo de historia». Asco cuando escucho al etarra Martitegi, que atentó contra el cuartel de la Guardia Civil de Calahorra con espeluznante sangre fría. Él, quizá, no lo sabe; otros muchos, aunque nunca hayan empuñado una pistola, tampoco. Pero todos ellos forman parte de una secta, una secta que, desde niños, les empuja a la xenofobia, al odio de la sinrazón. Y me da igual que los terroristas y quienes los jalean cubran su conciencia con la bandera de la intolerancia, ya sea de raíz nacionalista o de fundamentalismo religioso. Me dan asco.
También asco, hasta la náusea, siento cada vez que una mujer es asesinada por su esposo, pareja, novio, amante o amigo con derecho a roce. En España, 700 mujeres han muerto durante la última década a manos de otros tantos hombres con los que mantenían o habían mantenido una relación sentimental. Esta misma semana, coincidiendo con el Día de la Mujer, la UE denunciaba que 62 millones de europeas han sido víctimas de esa violencia de género a lo largo de su vida.
¿Qué ocurriría si cifras tan insoportables estuvieran directamente vinculadas al terrorismo en cualquiera de sus ramas? ¿No es la violencia de género una modalidad de terrorismo tan terrible como cualquier otra? Sin embargo, la última encuesta del CIS revela que el maltrato sigue varado en la cola de las preocupaciones ciudadanas de los españoles.
Asco siento cuando pienso en el mundo que estamos dejando a nuestros hijos, cuando la violencia de género crece entre los jóvenes riojanos y cuando se socavan los aún insuficientes avances conquistados por la mujer. Asco.