El desembarco de Normandía supuso un antes y un después en el devenir de la II Guerra Mundial. Cuando nos separan setenta años de la madre de todas las batallas, las potencias aliadas han querido enfatizar en Francia –sobre las playas de arena blanca que en su día se tiñeron de sangre– la victoria de la democracia sobre el nazismo y el fascismo.
Bien es verdad que las tropas del III Reich estaban ya muy tocadas tras la contundente derrota sufrida en el frente ruso. Algunos historiadores, incluso, señalan que la denominada en clave ‘Operación Neptuno’ no fue sino un intento de frenar el avance del Ejército Rojo hasta el corazón de París y, también, de retomar el protagonismo de Occidente cuando la contienda comenzaba a ponerse de su lado.
El Día ‘D’ también entrañó para España un giro copernicano. Desde la primavera de 1944, a raíz de que el Eje Berlín-Roma comenzara a sufrir revés tras revés militar, el régimen franquista se vio en la obligación de cambiar de estrategia o, dicho de otro modo, de chaqueta. Un repaso a las hemerotecas de los periódicos españoles sería suficiente muestra para comprobar tan increíble permuta. En apenas un año, la dictadura pasó de colaborar militarmente con el fürher a lavarse las manos cuando EEUU o Reino Unido reclamaban a los países ‘neutrales’ la entrega de súbditos alemanes o pronazis.
Todavía hay quien defiende que el caudillo evitó la entrada de España en la II Guerra Mundial tras la entrevista de Hendaya (23 de octubre de 1940). Nada más alejado de la realidad. Uno de los axiomas hagiográficos sobre los que se construyó el franquismo, se desmorona cuando hoy sabemos lo que Hitler, no sólo rechazó las condiciones del dictador español para entrar en la guerra sino que, además, días después confesó a Mussolini: «Prefiero que me saquen tres muelas antes de tener que aguantar otra vez nueve horas a Franco».