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Marcelino Izquierdo

Historias Riojanas

Del estraperlo al soterramiento ferroviario

En los años 40, los gerifaltes ultimaban el traslado de una estación que era el centro del trapicheo local

Marcelino Izquierdo

Antes de la Guerra (Civil), incluso antes de la República (II), las autoridades logroñesas eran conscientes de que el viejo trazado de la vía del ferrocarril estrangulaba el desarrollo urbanístico de la capital riojana. Llevaban tiempo estudiando el posible traslado, pero el dinero siempre había sido un escollo insalvable. Por fin, el 12 de julio de 1948 el riojano Eduardo González Gallarza, a la sazón ministro del Aire, ponía la primera piedra de la nueva estación de tren. La misma que vimos caer bajo el yugo de la piqueta en agosto pasado -polémica incluida-, y que había sido inaugurada a bombo y platillo el 9 de noviembre de 1958, bajo la advocación del entonces titular del ramo Jorge Vigón.

Ahora que se cumple un año desde que se iniciaran las obras del soterramiento de la vía férrea, no estaría de más reconocer a los próceres que perpetraron tan chapucero traslado (apenas 500 metros hacia el sur) la poca vista que tuvieron.

Pero volvamos a los años 40. En plena posguerra, los gerifaltes de antaño conocían que, además de nudo de comunicaciones (viajeros y mercancías), la estación del tren que ocupaba lo que hoy es Gran Vía era el cuartel general del estraperlo riojano. En sus andenes esperaban la llegada del correo mujeres embarazadísimas que, bajo los sayones, en realidad ocultaban pellejos de vino o aceite; músicos ambulantes que usaban las fundas de los instrumentos para trapichear con jamones y otros embutidos menores, pan blanco o legumbres. En los alrededores, los compinches merodeaban a cualquier hora, pues si los matuteros barruntaban peligro al llegar a la estación, arrojaban la mercancía por las ventanillas para que sus socios las recogieron, lejos de la pareja de la Guardia Civil que patrullaba en los andenes.

Aunque no todo era cambalache. Llegaban cada día a la antigua estación honrados ciudadanos, con sus pesadas maletas; eran viajantes cargados de muestrarios, familias enteras que visitaban a los abuelos o jóvenes que buscaban un futuro en qué creer. Y en la entrada, se ganaban la vida los sufridos porteadores -‘caracoles’ les motejaban-, que llevaban bultos y equipajes a cualquier lugar.

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Certezas, curiosidades y leyendas del pasado, de la mano de Marcelino Izquierdo

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