Cientos de personas abarrotaban el salón de actos, en un ambiente tenso y expectante, coronado el escenario por una gran pancarta: «Amnistía y libertad». No era un mitin político como Gúmer hubiera pensado en un principio. No. Sino un concierto de Luis Pastor, uno más de esos cantautores que pedían democracia a voces y cuyas canciones-protesta eran el símbolo utópico de una España que quería olvidar su pasado y, sin embargo, que no se atrevía a afrontar el futuro.
–Ten cuidado –un estudiante espigado, perilla troskista, lacios cabellos, pelliza marrón y botas camperas tiró a Medrano de la manga de su cazadora–, esto está infestado de secretas. Se barrunta lío… –el joven portaba en su pechera una encarnada pegatina dela Uniónde Juventudes Comunistas–. Ya sabes, por la matanza de Atocha.
–Pero los asesinos pagarán por su crimen, ¿no? –preguntó Gúmer, que desde que llegó a España había hecho caso a su tía Ángela y tan sólo miraba la política de reojo; pero, en ese ambiente, no se pudo contener.
–¡Qué va! Estamos en el postfranquismo más absoluto, donde los fascistas tienen total impunidad.
–Este… Franco murió hace ya más de un año, ¿no? –Gumersindo observó cómo el estudiante asentía con la cabeza y siguió hablando–. Parece que el gobierno está dispuesto a convocar elecciones, ¿cierto?
–Sí, claro, unas elecciones a las que no podemos presentarnos los comunistas –el muchacho parecía exaltado–. Además, primero hay que depurar las responsabilidades de una dictadura cruel y asesina; luego ya veremos.
–Eso sería un suicidio –Gúmer intentó razonar–. Tenés que enterrar el pasado y construir un nuevo país de tolerancia.
–Eso lo dices porque eres sudamericano.
–He nacido enla Argentina, pero soy tan español como vos. Mis padres eran de aquí y por culpa de Franco tuvieron que huir de España. Jamás pudieron regresar a la madre patria.
El griterío y las primeras notas del concierto ahogaron la plática; la tensión subía de tono con gritos de «¡Asesinos!», «¡Amnistía!», «¡Libertad!» y «¡Muerte a los fascistas!». Gumersindo apenas prestaba atención a la música, muy al contrario su vista recorría detenidamente el salón de actos, depositando la mirada ora en un grupo de ancianos que, puño en alto, tarareaba la internacional entre canción y canción, ora en varios jóvenes que saltaban y gritaban al son de la guitarra de Luis Pastor, ora en una muchacha que alzando su mechero encendido apenas podía contener el llanto, ora en un hombre engabardinado al que sólo le faltaba la placa policial en su solapa para delatar su identidad…
Con los ánimos encrespados, buena parte del público reclamó al cantautor, a voz en grito, que se guardara un minuto de silencio por el asesinato de los abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid, pero Luis Pastor anunció que la autoridad gubernativa había prohibido cualquier acto de protesta, para evitar males mayores.
–¿Qué gobierno es éste que ni si quiera permite recordar a las víctimas de la barbarie fascista? –preguntó el estudiante a Medrano, en medio de un caos de protestas, gritos e intentos de pedir silencio.
–España ya ha vivido una guerra civil devastadora –el Pibe respondió al joven sin perder de ojo a uno de los secretas que les miraba con desconfianza–. ¿No querrás vos que la ira desate otra contienda igual?
–Si hace falta otra guerra para instaurar una democracia popular y sin ataduras, habrá que hacerla.
–España ya ha sufrido cuarenta años de franquismo como para que ahora vengan los estalinistas, que son más franquistas que Franco, a tocar las pelotas.
El muchacho miró al pelotari de arriba a abajo y se alejó, maldiciendo. Gumersindo respiró sin perder de vista la puerta del salón, por la que penetró una gavilla de secretas.
Nuevos compases de la guitarra de Luis Pastor comenzaron a disipar el murmullo, el aire era cada vez más irrespirable, hasta que el artista detuvo su canto y sus manos ahogaron el sonido de las cuerdas. Había comenzado el minuto de silencio, pero nadie lo había anunciado. Todos callaron. La quietud se apoderó del grupo de viejos, de los jóvenes que bailaban, de la muchacha aún bañada en lágrimas, de los secretas que esperaban órdenes de la superioridad. Hasta el radical estudiante de Medicina calló. Sólo en los estertores del minuto, de esos sesenta segundos de rabia contenida, los gritos de «¡Amnistía!» y «¡Libertad!» macularon tan profana oración.
–¡Compañeros! –uno de los organizadores del concierto subió al escenario, muy alterado, tras concluir el mismo–. ¡El instituto está rodeado de grises! ¡Debemos salir con calma y separarnos! ¡No hay que darles pie para que actúen con la violencia que acostumbran!
La salida fue, sin embargo, atropellada y aunque la gente quiso dispersarse, temerosa de tiros al aire que se incrustan en el pecho de los manifestantes o de palizas impunes, los antidisturbios cargaron con inopinada contundencia. Gumersindo se ganó un fuerte porrazo en los riñones que le impidió entrenar durante dos días”.