¡Qué tiempos aquellos en los que los ladrones eran gente honrada! Viendo lo que estamos viendo en la política y en la justicia españolas, incluso Jardiel Poncela hubiera trocado su sagaz sentido del humor por el sarcástico pesimismo de Sartre o Cioran. En Historias de la radio, dirigida por el cuasi alfareño José Luis Sáenz de Heredia, el actor Ángel de Andrés encarna a un ladrón que, cuando está desvalijando la vivienda de un ‘cliente’, es sorprendido por el teléfono de la casa. Al principio, el caco no frena el expolio, pero, ante la machaconería del rebato, la conciencia y el remordimiento le obligan a descolgar el auricular. Descubre entonces que el dueño del piso ganará un sustancioso premio en metálico si se presenta en el estudio de la emisora con su carnet de identidad. Ni corto ni perezoso, el ladrón deja la labor y busca al afortunado para proponerle un trato. Como escribiera Marsillach, La honradez recompensada, siempre, en España.
¿Dónde queda aquella deontología del ratero, del bandido, del maleante, de aquel código de honor que le empujaba a entregarse a la autoridad, sin remilgos, cuando era pillado con las manos en la masa?
Ahora, sin embargo, esas nobles costumbres se han esfumado. Nada importa que a ciertos políticos se les sorprenda cobrando sobres con dinero negro, disfrutando de viajes de lujo, metiendo la mano en la caja, arrollando a la autoridad… ¡Qué va! Les basta con afirmar –eso sí, en tono solemne– “no me consta”, “eso nada tiene que ver conmigo” o “dejemos actuar a los tribunales”.
Lo malo es que, como se ha demostrado esta semana con Luis Bárcenas o Esperanza Aguirre, la Justicia no sólo parece ciega –como es su obligación– sino que, a veces, también parece sorda, al menos al clamor ciudadano.
Como diría Bernard Shaw, “todas las grandes verdades comienzan por ser blasfemias” –y añado– “menos alguna cosa”.