Hay nombres y acontecimientos que deambulan por el pasado histórico y cultural riojano con más pena que gloria. Pocas tierras habrá, de hecho, en esta Europa acomplejada y macilenta, que maltraten con tanta desidia su pasado, sin duda fiel reflejo de la indolencia con la que La Rioja aborda su presente y la miopía con la que atisba el futuro. Cui prodest?
No son buenos tiempos para casi nadie, excepto para ciertos privilegiados que cada vez lo serán más. Por delante de nuestras narices desfilan cada día, con altanera marcialidad, la pobreza, el hambre, la corrupción, el desempleo, la explotación, el desahucio, la impunidad, el maltrato, la banalidad, la injusticia… Y nosotros permanecemos a un lado y al otro del cortejo, flanqueando esta desalmada procesión, dejándonos anestesiar por el olor del incienso y el boato de quienes manejan los hilos. Es más, nos comportamos como abúlicos espectadores que se resignan al panem et circenses –aunque el panem cada día resulta más escaso-, incapaces de mover un dedo, ni siquiera de susurrar un ¡ya basta! sotto voce.
En medio de este panorama tan aciago, en el que son tantas y tan urgentes las necesidades, ¿qué importa la historia?, ¿qué importa la cultura? Desde luego, muy poco a quien tiene la sartén por el mango. En la tierra donde desciende el sol de la cultura, hasta los enanos proyectan grandes sombras. Quizá por ello estamos obligados a seguir hurgando en nuestro pasado, el cercano y el lejano; rescatando a quienes se salieron de la norma e hicieron de La Rioja y del mundo en general mejores lugares.
El acervo de un pueblo nunca puede ser sepultado por el acerbo de la estulticia.