Un 28 de abril, allá por el siglo VII, falleció el obispo Prudencio en el Burgo de Osma. Había viajado este hombre venerado por sus hazañas y milagros a tierras de Soria con la misión de pacificar la villa, pese a que tenía en Tarazona su silla episcopal. Causó gran conflicto entre ambas diócesis la repentina muerte del prelado, pues las dos pretendían darle sepultura, hasta que su sobrino Pelayo desveló la última voluntad del difunto: el cuerpo sería dispuesto sobre la mula que Prudencio siempre usaba para sus viajes, y allí donde el animal se tumbara debería ser enterrado.
Así se hizo. La mula, con un enorme séquito al rabo, tomó rumbo norte atravesando montañas y valles. «El santo quiere volver a su tierra», comentaban algunos clérigos, pues Prudencio era natural del pueblo alavés de Armentia. Se adentró la comitiva por campos de La Rioja hasta toparse en Clavijo con el monte Laturce, que la montura ascendió sin titubeo hasta alcanzar la cima. En lo más alto, sin embargo, detuvo la mula su vagar, giró sobre sus pasos y se tumbó ladera abajo.
En la escarpada montaña recibió el obispo cristiana sepultura, en torno a la que un grupo de fieles fundó el monasterio de San Prudencio de Monte Laturce que, con el paso del tiempo, aglutinó gran poder religioso y político en la sierra de Cameros. Y durante siglos permanecieron las reliquias en el valle del Leza, hasta que el rey najerino García Sánchez III ordenó su traslado al monasterio de Santa María la Real de su Nájera en 1040, dejando tan sólo en Laturce la cabeza y algún que otro hueso menor.
Cuando acaba de celebrarse en media Rioja y media España la festividad de San Prudencio, el otrora floreciente monasterio esconde sus vergüenzas entre los riscos, con su ya exiguo patrimonio cada vez más ruinoso y olvidado.