“Resulta muy fácil ser patriota cuando se manda a morir a otros” (Augusto Boal)
La frase pronunciada por Samuel Johnson “el patriotismo es el último refugio de los canallas” le va a Donald Trump como anillo al dedo. Enfebrecido por el síndrome de las barras y las estrellas elevadas a su máxima potencia, al candidato republicano a la Casa Blanca no le han dolido prendas a la hora de arremeter contra los padres de Humayun Khan, un militar norteamericano de religión musulmana, caído en la guerra de Irak.
No deja de ser curioso el ardor guerrero que destila el magnate neoyorkino cuando, en su juventud, no dudó en buscar mil y una triquiñuelas para eludir la Guerra de Vietnam, entre ellas varias prórrogas por sus estudios universitarios. Gozaba Trump de una salud envidiable pero, en 1968, le detectaron un espolón calcáneo en el talón que lo libró de ser movilizado al frente, pese a ser una dolencia temporal. En su defensa, alega Trump que en realidad no fue a la guerra porque –digámoslo así- en el sorteo militar salió excedente de cupo, versión que cuestiona nada menos que The New York Times.
Algo parecido le ocurrió a otro irredento patriota, José María Aznar. Aprovechando las sucesivas prorrogas de estudios, el expresidente del Gobierno se licenció en Derecho y preparó las oposiciones para inspector de Hacienda mientras su esposa Ana Botella ya estaba trabajando. Destinado ya en Logroño como inspector, cuando en 1979 debía incorporarse a filas, Aznar argumentó como excusa que él era el único sustento económico de su familia. Pero el recurso fue una añagaza: Ana Botella, ahora empleada en el Gobierno Civil de la capital riojana, aprovechó el nacimiento de su hija Ana para tomarse una excedencia de tres años y permitir de esta manera a Aznar ser el único sostén de la familia.