«Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir». Federico García Lorca
“Dale café, mucho café”, ordenó el general Queipo de Llano al gobernador civil de Granada cuando supo del arresto de García Lorca. Hace ochenta años, la intolerancia asesinó sin duelo a uno de los más grandes poetas en lengua castellana, cuyos restos siguen hoy en el limbo de la ignominia. Cuando las balas segaron el ingenio del escritor granadino en una barranca perdida, a punto estaba de ver la luz ‘Poeta en Nueva York’, reflejo de su experiencia en la metrópolis entre 1929 y 1930.
Deambulando este mes de agosto por la cuadrícula de la Gran Manzana, mis sentidos captaban mil y un estímulos de la que Federico denominó «Babilonia trepidante y enloquecedora», que me trajeron a la memoria ‘Poeta en Nueva York’, su arquitectura extrahumana, sus rascacielos más altos que la luna, sus ritmos furiosos preñados de mecánica y metal o las locuras eléctricas de Times Square, epicentro «de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo».
Cuando al escudriñar las cumbres neoyorquinas rasgando las nubes, en ese incesante miracielos que es Manhattan, y surgió de pronto el Chrysler Building, releí mentalmente lo que la pluma de Lorca había plasmado cuando en 1930 fue testigo de su construcción: «(…) Un edificio enorme con cien pisos, blanco y negro, que es una verdadera maravilla».
De regreso a la tierra en la que ‘nunca pasa nada’, he vuelto a ‘Poeta en Nueva York’, publicado cuatro años después del asesinato del escritor: «Por el East River y el Queensborough / los muchachos luchaban con la industria, / y los judíos vendían al fauno del río / la rosa de la circuncisión / y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados / manadas de bisontes empujadas por el viento».