El 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo, la armada española derrotó a la francesa en la batalla de San Quintín. Seis años después, el 23 de abril de 1563, fue colocada la primera piedra del monasterio del Escorial. Son infinitas las teorías, leyendas y elucubraciones exotéricas que convergen en la génesis de San Lorenzo de El Escorial, y aunque la hipótesis más extendida señala la batalla de San Quintín como excusa militar y al martirio de San Lorenzo como coartada religiosa -el edificio tiene forma de parrilla, la misma tortura donde murió el santo oscense-, otras apuntan que Felipe II buscaba, al proyectar la octava maravilla del mundo, la construcción en plena sierra madrileña del nuevo Templo de Salomón que acogiera el Santo Grial.
Sea como fuere, en la creación escurialense y su posterior desarrollo religioso, artístico y arquitectónico, hasta que el rey falleció en 1598, el monasterio riojano de Nuestra Señora de La Estrella jugó un papel clave. Y es que Felipe II eligió a la orden de los Jerónimos como guardianes espirituales y materiales de El Escorial, tras la última experiencia de su padre el emperador Carlos en el monasterio de Yuste.
La abadía de San Asensio, regentada en la actualidad por los hermanos de La Salle, atesoraba a mediados del siglo XVI gran influencia dentro la orden jerónima, lo que se tradujo en una presencia constante de los monjes riojanos junto al llamado rey prudente, sobre cuya prudencia habría mucho que discutir. Pero esa es otra historia…
En el año 1565, ocupando fray Juan de Badarán el cargo de vicario de El Escorial, llegó a la sierra madrileña fray Vicente de Santo Domingo, monje también de La Estrella, al que acompañaba su alumno más aventajado, Juan Fernández de Navarrete. Navarrete el Mudo, nombre por el que pasaría a la posteridad, era un pintor logroñés, sordomudo desde muy niño, que había aprendido el oficio del pincel en San Asensio y viajado a Italia, donde conoció al propio Tiziano. Gracias a la influencia jerónima, Navarrete El Mudo comenzó a trabajar para Felipe II que, al principio, le encargó la restauración de obras maestras, como El Descendimiento, de Roger van der Weyden o el Noli me tangere, de Tiziano.
Pero tal fue la satisfacción con la que el artista riojano cumplió la labor encomendada, que Felipe II le nombraría años después pintor de la corte y de sus manos saldrían algunas de las obras más representativas del espíritu de la Contrarreforma. Juan Fernández de Navarrete plasmó en lienzo obras notables como El martirio de Santiago o Abraham y los tres ángeles, además de llevar al lienzo parte de la colección de apóstoles que adornan la basílica, misión que no pudo concluir debido a su prematura muerte.
Fue un monje riojano, fray Julián de Tricio, el cuarto prior de San Lorenzo entre 1575 y 1582, precisamente en la época más convulsa del reinado de Felipe II, que coincidió con el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, lo que desataría una guerra palaciega cuya sombra acompañó al monarca durante toda su vida. El primer historiador escurialense, fray José de Sigüenza, afirmó del abad Tricio que el monarca «le hizo merced por lo bien que le había servido» antes de retirarse para morir a su casa de La Estrella.
A San Asensio viajó el rey en 1592, camino de Tarazona, y entre sus muros permaneció un mes (del 6 de octubre al 7 de noviembre), pues llegó a La Rioja enfermo del mal de gota. Cuentan las crónicas que el agua de la Fuente Santa que manaba junto a la abadía le ayudó a recobrar la salud, al igual que las piadosas oraciones ante la Virgen de La Estrella. Fue tan fuerte la devoción del monarca, que mandó enviar a uno de sus pintores para que dorara el zócalo de la imagen: «Juan de Bustamante, pintor del rey», podía leerse en la rúbrica.